Escuchó cómo saltaban las ranas a medida que se acercaba. Tomó asiento sobre la hierba y respiró hondo. Ajustó la embocadura de la trompeta y comenzó a practicar con la mano delante de la campana, a modo de sordina, tal y como le había enseñado el viejo Ceferino.
Poco a poco fue recuperando el sonido que buscaba. Cerró los ojos e imaginó que estaban sentados allí delante, sobre la manta de la playa, sus padres, Pablito, Marcos, Juanito, el viejo Ceferino y la pequeña Carolina pasando la partitura, también acudió fugaz la sonrisa de Manuela. Se dejó llevar en una melodía lenta e improvisada en la cadencia de lo que el sentimiento marcaba. Y los veía sonreír felices porque la trompeta hablaba con alma. Al terminar, continuó con los ojos cerrados, sumergido en los coletazos del trance que sacude a los genios tras vaciar su talento. Escuchó aplausos que parecían llegar del cielo. Abrió los ojos y no era un sueño. Encima de la roca unas manos blancas aplaudían de verdad

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